MADRID.- El sistema de seguridad internacional arrastra muchos fracasos y
alguna que otra vergüenza de envergadura sonrojante. De muy distinta
índole y naturaleza, por supuesto. Todos importan, en todos sufren
sobremanera millones de seres humanos y muchos son evitables o
limitables. Pero en algunos de ellos la incuria o el desprecio se hacen
más escandalosos, se escribe en www.nuevatribuna.es.
Si echamos la vista no demasiado atrás, cada década -por establecer
un ranking ficticio del dolor- nos ofrece casos de sobresaliente
gravedad. Vietnam y Biafra (en los 60); Bangladesh y Líbano (en los 70), Centroamérica, Afganistán y el cuerno de África (en los 80); Rwanda, Congo, la antigua Yugoslavia y Chechenia (en los 90); Irak (en el arranque del siglo XXI); y en está década que concluye, el drama de la minoría Rohingya en Birmania, Siria y, sobre todo, la guerra de Yemen.
La guerra de Yemen, como casi todas las que atormentan el Oriente Medio,
presenta causas complejas, difíciles de resumir en poco espacio/tiempo.
Como suele ocurrir, todos los actores involucrados, en mayor o menor
medida, son responsables, ya sean en su acción sobre el terreno, como
inductores y/o protectores.
Yemen es un país fracturado. O un estado fallido, en la jerga de las cancillerías o y think-tanks. Junto a Siria o Libia, ha sido uno de los ejemplos de la deriva catastrófica de la impropiamente denominada primavera árabe.
Territorio supuestamente benigno en una zona de terribles condiciones climatológicas (la Arabia feliz de los romanos), Yemen ha sido casi siempre objeto de ambiciones y codicias de sus poderosos vecinos.
En el tiempo presente, dos grandes potencias regionales, Irán y Arabia Saudí
(ésta última con el respaldo activo de su aliado regional, los
Emiratos) han convertido el país en un sangriento y devastado campo de
batalla.
La revuelta democrática árabe de 2011 prendió también en Yemen, El entonces presidente Saleh,
protegido de los saudíes, fue contestado en la calle, en parte por las
adversas condiciones de la vida que soportaba la población.
El autócrata
resultó sacrificado en beneficio de su segundo, Abd-Rabbo Mansur Hadi,
un hombre débil y sin base de poder: una marioneta. Saleh, al frente de
tribus y comunidades agraviadas, se alió con sus hasta entonces
enemigos houthies, una minoría de confesión zaidí (versión local del chiísmo), para intentar recuperar el poder.
Los saudíes y emiratíes, alarmados por lo que contemplaron, de manera exagerada, como una injerencia de los ayatollahs iraníes,
se comprometieron a fondo en la guerra, en apoyo de su nuevo hombre de
paja.
La guerra se regionalizó irremediablemente. En realidad, se
internacionalizó, desde el punto y hora en que la administración Obama
decidió apoyar, siquiera materialmente, a sus aliados saudíes, en un
intento fallido por demostrarles que el acuerdo nuclear con Irán no
desatendía los compromisos estratégicos de Washington con Riad.
Obama se arrepintió muy pronto de este error lamentable. El cambio de guardia en palacio elevó al megaheredero Mohamed Bin Salman
(MBS), que se convirtió en gran factótum de la acción militar. Lo que
éste concibió como una gran operación de prestigio terminó resultando un
fiasco clamoroso y una espantosa pesadilla humanitaria, debido a una
estrategia de tierra quemada que ha machacado a la población civil.
Pese
a una superioridad abrumadora, los houthies han resistido. Se han hecho fuertes en la capital, Sanaa, han aguantado el asedio de los Emiratos
en el puerto occidental de Hodeida (punto de entrada del 70% de las
importaciones del país y vía de acceso de la ayuda humanitaria) y han
cobrado una altura inesperada como combatientes.
Irán, patrón lejano, no
participante directo en la guerra, ha conseguido debilitar a su rival
sin comprometer tropas ni prestigio. Las dos petromonarquías
del Golfo han arruinado su escaso crédito como naciones civilizadas al
practicar en Yemen un auténtico crimen de guerra, en opinión de
numerosas instituciones independientes.
Trump pretendió proporcionar oxígeno a los saudíes, halagándolos
hasta la náusea, cuando desde no pocas instancias nada sospechosas de
hostilidad hacia el trono absolutista se recomendaba distanciamiento.
Tuvo que ocurrir el monstruoso asesinato del periodista disidente
Khashoggi para que se abriera paso un viraje significativo.
Los
republicanos han hecho finalmente de tripas corazón y han hecho valer su
mayoría en el Senado para sacar adelante una resolución que prohíbe la
venta de armas que los saudíes emplean en Yemen.
Esta iniciativa se ha solapado, no por casualidad, con la iniciativa
diplomática más sólida hasta la fecha, comandada por la ONU. Lejos aún
de unas negociaciones de paz, la comunidad internacional ha muñido un
acuerdo del alto el fuego en Hodeida, el punto más caliente de la guerra
en estos momentos. Sin embargo, como era de esperar, el silencio de las
armas se deja esperar.
Hasta aquí un resumen apretado de los hechos. El corolario de la
guerra deja un balance pavoroso. En estos cuatro años de conflicto
bélico han muerto más de diez mil personas, la inmensa mayoría civiles.
Las tres cuartas partes de la población, unos 22 millones de personas,
se encuentran en riesgo altísimo de perecer de hambre y/o de
enfermedades como el cólera y otras. La infraestructura del país está
destruida casi por completo. El tejido productivo se ha hecho añicos y
tardará años en rehacerse. Los reportajes de Declan Walsh en The New York Times, entre otros, son aterradores.
Yemen se ha ganado la triste consideración de mayor catástrofe humanitaria del momento,
debido a la actuación saudí (sin olvidar la iraní, por supuesto), y la
necesaria complicidad norteamericana.
Como ahora reconocen muchos
analistas, Washington podría haber evitado, primero, y concluido, más
tarde, este conflicto sólo con embridar a la casa Saud. Obama no se
atrevió, o lo hizo tarde y tímidamente. Trump alentó y ahora,
avergonzado por el caso Khashoggi, deja que sus colaboradores y sus
socios políticos actúen con más propiedad.
En uno de los artículos más reveladores escritos recientemente sobre la guerra de Yemen, Jeffrey Feltman,
subsecretario de Estado con Obama y luego alto cargo de la ONU, admite
que los “Estados Unidos y otras potencias cerraron los ojos ante las
consecuencias de la intervención saudí” y sostiene que “la única forma
expeditiva de concluir esta guerra” es presionar a Arabia Saudí para que
suspenda su campaña militar de forma unilateral y retar a los houthies a
que actúen en consecuencia”.
Se trata de una posición compartida por otros analistas. Bruce Riedel,
un veterano responsable de la CIA con un profundo conocimiento de los
desaguisados norteamericanos en la región, sostiene que Washington
podría haber acabado de un plumazo con la pesadilla simplemente con no
proporcionar las piezas de las máquinas de guerra, lo que hubiera dejado
a los aviones saudíes y emiratíes en tierra.
Aparte de detener la guerra (objetivo aún por conseguir), preocupa y
mucho la estabilización posterior (con el antecedente de Libia como
referencia). Daniel Byman avizora un catálogo de peligros (ruptura
definitiva del país con la repetida secesión del sur y fortalecimiento
de las facciones yihadistas).
En línea con la corriente de
pensamiento que contempla a Irán como la gran amenaza regional, Byman
considera que, con la guerra concluida, los Estados Unidos pueden
reconducir la ayuda a sus protegidos saudíes sobre bases mejor fundadas,
con el objetivo de frenar el supuesto expansionismo de Teherán en la
región.
Otro analista, Dana Stroul, detalla los retos que tendrá que abordar la misión diplomática de la ONU.
Cabe preguntarse si el complejo político, militar, diplomático e
intelectual norteamericano ha sacado todas las conclusiones de ocho
décadas de alianza con el régimen absolutista saudí. Todo indica que se
encuentra atrapado en una lógica de interdependencia, obsoleta y
notoriamente perjudicial para sus intereses.
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