NUEVA YORK.- El
saludo de amigos entre el ruso Vladimir Putin y el saudí Mohammad bin
Salman en la cumbre del G-20 la semana pasada estuvo cargado de
simbolismo.
Ese
apretón de manos fue, sin duda, un recordatorio a Washington de que los
saudíes están dispuestos a explorar otras opciones geopolíticas si
Estados Unidos se pone difícil en respuesta al asesinato del periodista
Jamal Khashoggi. Sin embargo, también fue indicativo de una tendencia
más amplia que está reconfigurando la política mundial.
Día
tras día, se hace cada vez más evidente que una línea divisoria central
–quizás la más importante– en los asuntos mundiales es la lucha entre
las formas de gobierno liberales y antiliberales.
Y mientras esto
sucede, los alineamientos geopolíticos están cambiando de manera sutil
pero trascendental. En particular, los lazos entre EE.UU. y muchos de
sus aliados autoritarios se están debilitando, ya que esos países
descubren que tienen menos en común ideológicamente con EE.UU. que con
sus rivales revisionistas.
Durante
décadas, sin duda EE.UU. ha trabajado estrechamente con dictadores
amigos por necesidad geopolítica. Durante la Guerra Fría, no fue fácil
contener a la Unión Soviética sin la cooperación de autócratas
estratégicamente ubicados en Turquía, Arabia Saudita, Corea del Sur,
Filipinas y muchos otros países.
Sin embargo, el pegamento geopolítico
en estas relaciones siempre se vio reforzado por una capa de adhesivo
ideológico.
Cualesquiera
que fueran sus diferencias en la forma en que manejaban su política
interna, Washington y sus aliados autoritarios compartían una afinidad
ideológica básica arraigada en un intenso anticomunismo. El vasto abismo
entre el comunismo soviético y el autoritarismo de derecha, además,
significaba que había muy pocas posibilidades de que un dictador amigo
cambiara de bando en la Guerra Fría.
La dictadura argentina puede haber
coqueteado con la Unión Soviética a fines de la década de 1970, en un
momento en que el gobierno de Jimmy Carter estaba arrojando luz sobre
las violaciones de los derechos humanos de esa junta. Pero nunca hubo
una posibilidad real de que uno de los gobiernos más virulentamente
anticomunistas del mundo se fuera a meter de lleno en la cama con el
líder del comunismo global.
Hoy
en día, la situación no es tan simple. El anticomunismo perdió su valor
cuando terminó la Guerra Fría, la Unión Soviética se derrumbó y China
pasó de ser una autocracia comunista a una autocracia capitalista. Como
resultado, las diferencias ideológicas entre los aliados autoritarios de
EE.UU. y algunos de sus principales rivales ya no son tan marcadas.
Lo
que Mohammad bin Salman, el egipcio Abdel-Fatteh El-Sisi, el húngaro
Viktor Orban, el turco Recep Tayyip Erdogan y el filipino Rodrigo
Duterte tienen en común –además de ser aliados de EE.UU.– es que dirigen
sistemas políticos basados en la corrupción, la coerción y/o otros
enfoques autocráticos.
Creen que la disidencia abierta y el debate, la
protección de los derechos de las minorías y las restricciones a la
autoridad gubernamental debilitarían las políticas antiliberales que
tratan de construir y que amenazarían su propio poder personal.
En este
sentido, estos "buenos" autoritarios no son tan diferentes de los
"malos" autoritarios como Putin y Xi Jinping. Como mínimo, todos ellos
caen en el mismo lado del debate sobre si las sociedades modernas deben
ser libres y abiertas o cerradas y controladas desde arriba.
Dado
que hay pocas cuestiones de política exterior más importantes que la
creación de un entorno en el que pueda florecer el propio sistema
nacional, y dado que los pájaros del mismo plumaje vuelan juntos, es
natural que esta convergencia ideológica tenga efectos geopolíticos
reales.
En
el Medio Oriente, Rusia no está simplemente desarrollando su asociación
con el enemigo jurado de EE.UU.: Irán. También está haciendo avances
con los socios estadounidenses Arabia Saudita, Egipto e incluso
Jordania, basándose en la percepción de esos países de que el régimen
autoritario de Putin puede actuar de manera decisiva en apoyo de sus
amigos y evitar que el estilo estadounidense se inmiscuya en su política
interna.
Orban dirige un país que pertenece a la OTAN, pero tiene una
relación de amistad con Putin y su gobierno y es generalmente percibido
como completamente comprometido en asuntos relacionados con Rusia.
Turquía
también es miembro de la OTAN, pero Erdogan ha cultivado cada vez más a
Rusia como socio y contrapeso de EE.UU., en parte en respuesta a
temores exagerados de que EE.UU. esté aliándose con los enemigos
internos de su régimen. El gobierno turco incluso compró sistemas
antiaéreos avanzados S-400 rusos, y se jactó de su capacidad para
derribar aviones estadounidenses.
En
Filipinas, Duterte ha intentado acercar su país tanto a China como a
Rusia, no sólo con fines geopolíticos, sino también por su simpatía
hacia sus compañeros dictadores. Como dijo en 2016, su objetivo era
posicionar a Manila en el "flujo ideológico" de Pekín.
Finalmente,
Arabia Saudita y otros aliados autoritarios de EE.UU. han cooperado con
los esfuerzos de Rusia y China para debilitar las normas internacionales
de derechos humanos en las Naciones Unidas y otros foros. En cada vez
más casos, la colaboración autoritaria está cruzando las líneas
geopolíticas tradicionales.
Es
importante no exagerar este fenómeno; las asociaciones de EE.UU. con
estos países no están a punto de colapsar. Turquía no dará su total
apoyo a Rusia, porque todavía necesita a EE.UU. como contrapeso del
expansionismo de Moscú en el Mar Negro. Arabia Saudita todavía depende
en gran medida de EE.UU. como socio antiterrorista y para controlar la
influencia iraní.
También
hay algunas excepciones obvias a esta tendencia. Vietnam reprime a
fondo la disidencia, pero se está acercando a EE.UU. por miedo a China.
Polonia es una democracia en retroceso, pero un socio sólido en Europa
del Este.
Sin embargo, en términos generales, a medida que crece la
distancia ideológica entre EE.UU. y sus aliados autoritarios, y que se
estrecha el vínculo entre esos aliados y las potencias revisionistas,
habrá consecuencias estratégicas.
Putin
lo entiende perfectamente: es una de las razones por las que financia a
políticos y socios antiliberales en toda Europa. También es una de las
razones por las que tanto Rusia como China están trabajando para
fortalecer el autoritarismo y debilitar la democracia en países de todo
el mundo.
Entonces,
¿cómo debería responder EE.UU.? Una estrategia sería purgar las
consideraciones ideológicas de la política exterior de EE.UU. Washington
podría dejar de hablar de abusos a los derechos humanos por parte de
dictadores amigos; podría definir sus relaciones de acuerdo únicamente
con la lógica de la balanza de poder. Este parece ser el enfoque básico
del presidente Trump con respecto a la geopolítica.
Sin embargo, aunque
este enfoque probablemente aliviará las tensiones actuales con Arabia
Saudita, Turquía y otros países de su calaña, también agravará las
presiones globales sobre la democracia y socavará la idea de que la
política de EE.UU. representa algo más que simple pragmatismo político.
Un
segundo enfoque sería aceptar el desafío ideológico. EE.UU. podría
mejorar sus relaciones con las democracias liberales, reparando las
alianzas básicas que Trump ha dañado y cultivando lazos más estrechos
con potencias democráticas desde Colombia hasta India e Indonesia.
Podría redoblar las inversiones para proteger la democracia allí donde
está en peligro y promoverla –en países como Malasia– donde se están
llevando a cabo procesos de liberalización.
Podría empujar a sus aliados
autoritarios a ser modestamente más respetuosos de los derechos humanos
y las libertades políticas, utilizando palancas como la restricción de
la venta de armas o la interrupción de los ejercicios militares.
Como
mínimo, dejaría claro que sus relaciones con esos aliados son más
transaccionales y menos especiales que las que tiene con sus colegas
democráticos.
En
el corto plazo, este último enfoque podría agitar aún más las aguas
turbulentas en las relaciones de EE.UU. con algunos de sus amigos
autocráticos. Pero tendría el considerable beneficio de reconocer que,
en una época en la que el liberalismo y el antiliberalismo están cada
vez más en conflicto, EE.UU. está bajo la presión de defender sus
intereses sin defender también sus ideales.