Dos meses han pasado desde el asesinato, el 2 de octubre, del periodista Jamal Khashoggi en el consulado de Arabia Saudí en Estambul y nada parece afectar al sospechoso número uno, el príncipe Mohamed bin Salman, en cuyo apoyo la casa real está desembolsando miles de millones de dólares para asegurar la lealtad del país.
La
declaración de senadores estadounidenses,
demócratas y republicanos, de que la posibilidad de que Bin Salman no
estuviera implicado es igual a cero, se produjo después de una reunión a
puerta cerrada con la directora de la CIA, Gina Haspel, el pasado
lunes, es decir, cuatro días después de la cumbre del G-20 en Buenos
Aires. Es decir, Bin Salman dispuso de un margen suficiente para que su
imagen en la capital argentina quedara distanciada de esta nueva y
rotunda acusación.
El príncipe salió del trance del encuentro con líderes
mundiales razonablemente bien. Casi todos evitaron la foto y el saludo
–Donald Trump se limitó a una sonrisa tensa–, pero algunos de ellos,
como Xi Jinping, el indio Narendra Modi o Emmanuel Macron (Francia está
entre los principales socios de Arabia Saudí) hablaron con él. Y
Vladímir Putin se permitió mofarse de la hipocresía general con un
ostentoso apretón de manos estilo viejos colegas que provocó en Bin
Salman una reacción infantil.
La proximidad a Bin Salman puede ser tóxica, pero eso no va a cambiar
nada. Al cierre de la cumbre de Buenos Aires se ha anunciado que el
G-20 se reunirá dentro de dos años justamente en Arabia Saudí. Lo que
importa es si el príncipe sigue siendo el hombre fuerte del país.
Para asegurarlo, la casa de los Saud va a hacer correr ríos de dinero por el país:
hasta 40.000 millones de dólares en proyectos de desarrollo en tres
provincias que abarcan minería, industria, agricultura, suministro de
agua, vivienda, transportes, turismo, comercio... El rey Salman, de 81
años, pasó el mes de noviembre visitando tres provincias con estas
ofrendas.
Desde luego, esta clase de proyectos no se hacen de la noche a la
mañana, de hecho formarían parte de los grandes planes económicos del
propio Mohamed bin Salman pero el momento era muy oportuno. La lectura
obvia es que el rey, acompañado de ministros y miembros de la corte, se
aseguraba el respaldo de las tribus y líderes locales al príncipe.
Es muy significativo que el heredero solo se sumara al tour real en
la provincia de Tabuk. Este territorio, cercano a la frontera de
Jordania, acoge la principal base de la fuerza aérea saudí, y Bin Salman
es ministro de Defensa. En cambio, no acudió a la provincia de Qasim,
que es la que se va a llevar la parte del león de los proyectos: 22,6
millones de dólares, más de la mitad del total.
La provincia de Riad, la de Ha’il –otra de las beneficiarias– y la de
Qasim son las más importantes bases de apoyo de los Saud. Qasim, en el
centro de Arabia Saudí, no es una región olvidada ni mucho menos: rica
en recursos, es de hecho la más próspera. Está en el origen del poder de
los Saud, a principios del siglo XX, pero al mismo tiempo es el centro
de la peor oposición posible.
Sumamente conservadora, es en Qasim donde
nació en los años noventa el movimiento Despertar, encabezado por ulemas
y jeques salafistas disgustados con lo que consideraban una traición al
hermanamiento fundacional de la casa de Saud con la doctrina wahabí, en
particular por la alianza de ésta con Estados Unidos y Occidente.
Uno de los personajes influidos por el este movimiento fue Osama bin Laden.
Y el propio Jamal Khashoggi simpatizó con estas ideas. Dos de los
intelectuales islámicos procedentes de aquella época, Salman al Oudah y
Safar al Hawali, fueron encarcelados con el ascenso de Bin Salman al
poder, y se cree que Al Hawali habría muerto en prisión.
Mientras el anciano rey viajaba por el país, el joven príncipe hacía
su propia gira por el extranjero, en la cual Buenos Aires fue una de las
escalas. Los Emiratos Árabes Unidos –que constituyen el aliado íntimo
de Bin Salman–, Bahrein y Egipto le recibieron sin problemas. Pero en
Mauritania, Argelia y, especialmente, Túnez, hubo protestas y
manifestaciones. Los islamistas los que más alzaron la voz en su
contra.
En Argel, Abderrazak Makri, líder del opositor Movimiento de la
Sociedad por al Paz, calificó a Bin Salman de “asesino de niños en
Yemen”, le acusó de la muerte de Khashoggi y le hizo responsable “de que
muchos predicadores, juristas y hombres de la cultura estén en prisión
en el reino”.
En Túnez, el presidente del Frente Popular, Hamma Hammani,
dijo que “no podemos dar la bienvenida a quien está destruyendo Yemen y
al pueblo yemení, sospechoso de estar detrás del cruel asesinato de
Khashoggi, y que normaliza las relaciones con la entidad sionista
–Israel– a expensas de los derechos del pueblo palestino”. La acusación
de pretensiones “colonialistas” también ha aparecido.
Todo esto indica que Mohamed bin Salman podrá sostenerse fuera de
Arabia Saudí por el poder económico que este país representa, pero sus
afanes de popularidad –en los que ha invertido muchos recursos– están
perdidos. Yemen, Khashoggi y los lazos cada vez más indisimulados con
Israel lo descalifican ante lo que se suele llamar “la calle árabe”.
La prensa saudí, naturalmente, no lo ve así, y aireó que en Túnez le
pusieron a Bin Salman una guardia de honor, que en Argelia se firmaron
cinco proyectos de cooperación y que en Mauritania se va construir el
hospital rey Salman, con 300 camas... Pero sobre todo, los medios
oficiales –que son los que hay– insisten en que la lealtad al príncipe
es inquebrantable y que éste podría ser elegido personaje del año por la
revista Time...
(*) Reportero internacional español