El pasado 2 de enero, el diario británico The Independent
publicaba un demoledor artículo sobre Arabia Saudí titulado “Las
ejecuciones de Arabia Saudí fueron dignas de Isis: ¿Dejarán, por tanto,
David Cameron y Occidente de postrarse ante sus monarcas enriquecidos
por el petróleo?”
Aludía a la decapitación masiva, bárbara y publicitada, de 47
personas acusadas de poner en peligro la seguridad del Estado. El
informe del ministerio del Interior que justificaba la brutal ejecución
de los presuntos culpables citaba unos versículos del Corán que exigen a
los musulmanes que luchan contra los infieles que “golpeen sus cabezas
hasta aplastarlas del todo”.
Robert Fisk, el experto corresponsal del citado diario en Oriente
Medio y autor del artículo, señalaba que la decapitación colectiva
incluía al relevante clérigo chií Nimr Baqir al Nimr, lo que ha
reavivado hasta peligrosos extremos la confrontación entre los suníes y
chiíes de la región.
Este ensañamiento público, que pone a Arabia Saudí al mismo nivel que
el Estado Islámico en lo que se refiere a la vengativa brutalidad de
sus métodos, va a complicar gravemente la situación en la zona. Se
reavivará la guerra civil en Yemen (país invadido por Arabia para
eliminar a los chiíes), crecerá la irritación de la mayoría chií en
Bahréin, donde gobierna una minoría suní, y clavará unas irritantes
banderillas de fuego en Irán, donde la jerarquía chií ya profetiza que
la masiva decapitación, con la que la casa de Saúd inauguró el año 2016,
traerá consigo el fin de la familia real.
Pero donde verdaderamente Fisk pone el dedo en la llaga, el punto
cadente de su diatriba contra los medievales monarcas del petróleo, es
cuando advierte que el problema que este asunto ha vuelto a remover
consiste en el modo servil en que los Gobiernos occidentales han
manifestado ahora hipócritamente “su pesar” por lo ocurrido y siguen -y
seguirán- acudiendo solícitos a visitar a los reyes y príncipes del
anómalo Estado wahabita que conocemos por Arabia Saudí.
La ejecución de Al Nimr ha mostrado uno de los aspectos más críticos
del enfrentamiento que Arabia e Irán mantiene por la hegemonía regional,
con la ruptura de relaciones diplomáticas, los altercados populares y
el intercambio de amenazas entre ambos Gobiernos, sendos abanderados de
las dos ramas del islam, suní y chií.
Enfrentamiento que también se materializa en la prolongada guerra
civil siria, donde Riad apoya a los rebelados suníes sirios, mientras
Teherán lo hace con el presidente El Asad. A nivel global este
enfrentamiento es muy desigual, al menos en el aspecto ideológico, pues
el islam chií solo supone un 10-13% de los fieles mahometanos mientras
que Arabia Saudí ha desarrollado un denodado esfuerzo para difundir su
versión wahabita en el seno de la mayoritaria comunidad islámica suní.
No es desacertado atribuir la provocación saudí a la constatación de
que en la guerra de Siria están cambiando las tornas y en la coalición
dirigida por EE.UU., de la que forma parte Arabia Saudí, se empieza a
sospechar que la victoria está muy lejana. El hecho es que tanto Obama
como las potencias occidentales que allí despliegan sus fuerzas están
modificando las estrategias y armonizándolas con lo que propugna Moscú:
una salida negociada del dictador sirio. En tales circunstancias Arabia
Saudí, al reavivar el enfrentamiento entre suníes y chiíes, intenta
agravar la situación para que fracase el acercamiento entre Rusia y
EE.UU., puesto que un aumento del caos en la zona obligaría al poderoso
aliado americano a apoyar más estrechamente a su rico y tradicional
cliente arábigo.
Sobre la ejecución del clérigo chií también el Secretario General de
la ONU acusó a Riad por “unos procesos judiciales que causaron seria
preocupación sobre la naturaleza de los cargos imputados y la justicia
del procedimiento”. A su vez, el dirigente supremo iraní, el ayatolá
Jameini, pidió a Occidente que condenara la ejecución de una persona
“que nunca pidió al pueblo que se alzara en armas ni se implicó en
conspiraciones secretas: solo expuso sus críticas, basadas en ideas
religiosas”, a la vez que reprochaba el silencio de los que “apoyan la
libertad, la democracia y los derechos humanos”.
Arabia Saudí sigue siendo un Estado anómalo, cuya incesante
exportación a otros países de la puritana versión wahabita del islam
allí reinante es, según Thomas Friedman en The New York Times,
“algo de lo peor que le ha podido ocurrir al pluralismo musulmán y árabe
-pluralismo de pensamiento religioso, de género y de educación- durante
todo el siglo pasado”, al ahogar las esperanzas que suscitó la
primavera árabe.
En la complicada partida de ajedrez que se juega hoy en el Oriente
Medio “ampliado” (desde Pakistán a Libia), Arabia Saudí es más un
problema que una solución. Su renovado enfrentamiento con Irán anticipa
nuevos conflictos. ¿Justifica su riqueza en hidrocarburos las frecuentes
y amistosas visitas con las que los dirigentes occidentales, cerrando
los ojos y mirando hacia otro lado, complacen a sus anómalos
gobernantes?
(*) Militar español
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