El desplome de las Bolsas de Shanghái y Shenzhen ha
contagiado los parqués de todo el mundo que cierran la primera semana de
2016 con pérdidas en un escenario de incertidumbre. Los gurús
económicos anuncian que la tan temida recesión iniciada en el segundo
semestre de 2015 se está acelerando debido al parón de las economías de
China y Estados Unidos, a la caída del precio del petróleo y a la
inestabilidad en Oriente Medio.
Las Bolsas mundiales entraron en pánico nada más arrancar 2016. En
Asia el índice Nikkei cerró la primera semana del año con un desplome de
324 puntos, Hong Kong 572 puntos y el CSI 300 chino (agrupa las
cotizaciones de trescientas compañías de las Bolsas de Shanghái y
Shenzhen) cayó un 7%. Desde junio pasado el CSI 300 acumula un descenso
próximo al 40%.
El desplome de las dos grandes bolsas chinas ha obligado al Banco
Central de China (PBOC, por sus siglas en inglés) a llevar a cabo la
mayor depreciación de la tasa de referencia del yuan frente al dólar
desde el pasado agosto. Al tiempo que reconocía que las reservas de
divisas extranjeras (la mayor del mundo) están en su nivel más bajo
desde 2012.
Esta depreciación -el yuan chino se sitúa en el valor mínimo de los
últimos cinco años con respecto al dólar- ha disparado la incertidumbre
de los mercados, convencidos de que Pekín devalúa de forma encubierta su
moneda para hacer más competitivas sus exportaciones y tratar de volver
a la senda del crecimiento económico.
Sobre todo cuando se espera que el dato relativo al crecimiento de la
economía china en 2015 (será publicado el próximo 19 de enero) sea uno
de los peores de los últimos 25 años.
A juicio de los expertos, la desaceleración de la economía china tiene
su origen en que ha dejado de ser competitiva ante el encarecimiento de
sus costes de producción y la competencia de países emergentes. Pero
Pekín no quiere reconocerlo y mantiene de forma artificial la capacidad
de “sobreproducción” (producir mucho más de lo que vende) a base de
imprimir dinero a mansalva e impulsar desde los gobiernos central y
regionales la construcción de costosas infraestructuras, no siempre
necesarias con la finalidad de mantener ocupados a los trabajadores y
evitar el descontento social.
Sobrecostes difíciles de estimar en una economía como la China, donde
los datos oficiales se publican convenientemente “maquillados”, y que
los economistas occidentales cifran en más de medio billón de dólares.
Una situación tan artificial no puede mantenerse por tiempo
indefinido. Antes o después tiene que saltar, máxime cuando los grandes
empresarios chinos han estado sacando del país ingentes sumas de dinero.
Tanto es así que las autoridades chinas se han visto obligadas a
aprobar duras medidas para evitar la sangría y restringir la venta de
participaciones de empresas chinas a inversores extranjeros.
Sobreproducción, reducción de las exportaciones, dinero que huye del
país, devaluaciones del yuan, reservas de divisas en continuo descenso…
han creado un explosivo “mix” cuyas primeras consecuencias ya vimos en
agosto del pasado año con las devaluaciones del yuan y su continuación
en este 2016 que acaba de arrancar.
Pero los graves problemas de la segunda mayor economía mundial no arrastrarían por sí solo al sistema financiero global si no se sumase también la desaceleración de la economía estadounidense.
El revelador índice de la producción manufacturera de Estados Unidos
se ha ido hundiendo en los seis últimos meses. Solo en diciembre se
desplomó un 48,2%, ritmo que no se veía desde la recesión de 2009.
Gurús económicos como el estadounidense Michael Snyder son pesimistas
al señalar que en las próximas semanas y meses “la situación económica
irá a peor”. Y advierten que habrá días que los mercados estarán en
alza, pero no nos debemos dejar engañar pensando que la crisis ha terminado.
A este panorama de incertidumbre económica contribuye el descenso
continuado del precio del petróleo, un 70% desde junio de 2014, que
sitúa el barril Brent en 32,9 dólares, su valor más bajo desde 2004.
El precio del barril, si bien es una noticia positiva para los países
occidentales al aliviar el coste de su factura energética, es una
hecatombe para los países productores, sobre todo para las
petromonarquías del Golfo Pérsico que ven cómo sus ingresos descienden
de forma alarmante.
La
más perjudicadas de todas es Arabia Saudí que se encuentra cercada tras
desvelar la prensa mundial los profundos vínculos del wahabismo saudí
con el terrorista Estado Islámico: Israel se
distancia de Riad, Rusia espera el momento oportuno para dar un
escarmiento a la familia real Saud por su apoyo a las organizaciones
terroristas que derribaron el avión de pasajeros sobre la península del
Sinaí, el Irán chiita tiene en los saudíes suníes su principal enemigo
religioso, y Estados Unidos ve que cada día se hace más insostenible
apoyar sin fisuras a su aliado saudí.
Tanto es así que vuelve a cobrar fuerza en la comunidad de
inteligencia europea la posibilidad de un golpe de Estado en Arabia
Saudí que sustituya al rey Salman para cortar de raíz la financiación
del Estado Islámico. Las últimas ejecuciones masivas
ordenadas por la familia real saudí, que han provocado la condena
unánime de la mayoría de los gobiernos, hacen pensar a Washington en la
necesidad de un cambio de régimen.
A este escenario de recesión económica global, caída del precio del
petróleo e inestabilidad en Oriente Medio, se suma la reciente decisión
de Pekín de enviar a su ejército a luchar contra el terrorismo en
cualquier parte del mundo donde se vean afectados los intereses chinos.
Medida que a corto plazo incrementará la tensión entre Estados Unidos y
China, y tiene su reflejo en esta “guerra económica” que libran las dos
grandes potencias.
(*) Periodista español
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