Es indudable que la hegemonía global reside todavía en las manos de
EE.UU., como primera potencia indiscutible tanto en el plano militar
como en el económico o el cultural.
Entre los posibles aspirantes a esa posición solo se encuentra China,
con su imparable crecimiento económico unido a un renovado poder
militar en tierra, mar, aire y espacio, sin olvidar sus importantes
avances tecnológicos.
¿Tiene China capacidad para reemplazar a EE.UU. en el ápice del poder mundial?
Un profesor de Cambridge recordaba recientemente que todos los
imperios que han existido poseyeron un “discurso universal y
aglutinante”, con el que consiguieron el apoyo y la adhesión de otros
Estados subordinados y de sus principales dirigentes políticos y
sociales.
No basta el poder bruto de las armas o de las finanzas, porque para
dominar el mundo se requiere también el poder suave, persuasivo e
influyente de la cultura.
Así, el Imperio Español se sirvió del catolicismo y la hispanidad; el
Imperio Otomano se amparó en el manto del islam, algo parecido a lo que
hizo la Rusia soviética con el comunismo, Francia con la idea de la
“francofonía” e Inglaterra con el espíritu de la Commonwealth.
Quizá por su cercanía en el tiempo haya sido el Imperio Británico el
más claro ejemplo de todo esto, pues aparte de sus ejércitos y flotas de
guerra, ayudados por sus audaces exploradores, el espíritu británico se
encarnó en el idioma, la literatura, el fair play y hasta en la práctica y la expansión de la mentalidad deportiva.
El imperio heredero del británico, los actuales Estados Unidos,
amplió este programa añadiendo a su gran poder cultural -que incluía la
poderosa industria cinematográfica- la constante mitificación de la
democracia y el acelerado desarrollo del bienestar ciudadano apoyado en
una tecnología en permanente vanguardia.
Pues bien, con tales antecedentes está claro que China no tiene el
camino tan abierto como podría parecer. La transmisión cultural se ve
obstaculizada por un sistema de escritura que utiliza varios millares de
caracteres distintos, frente a las pocas letras del alfabeto
occidental. Su ideología propia, de raíz comunista, y la cultura popular
son esencialmente particularistas, con un débil poder expansivo en el
mundo occidental.
Además, China se mantiene bastante al margen de los sistemas
internacionales de justicia y de los acuerdos sobre comercio, finanzas,
seguridad, etc. Aunque llegara a igualar a EE.UU. en el ámbito del poder
económico y militar, es dudosa su capacidad para influir en las
organizaciones internacionales que se rigen por el imperio de la ley y
una praxis de base democrática.
Pese a lo anterior, si frente a la errática actuación de Trump en el
ámbito internacional China alcanza una sustancial influencia económica,
tras su persistente infiltración en Eurasia, África y Sudamérica, es muy
probable que se convierta en un nuevo centro de poder financiero y de
influencia universal, peligroso rival de EE.UU.
Como opina un profesor de Historia estadounidense, en la actual
situación el mundo carece, por vez primera en el último medio milenio,
de una sucesión previsible en el escalafón de la hegemonía universal.
Pero ante la incertidumbre que significa el cambio climático en lo
relativo a la vida de los seres humanos sobre la Tierra, es muy posible
que ser o no ser la potencia mundial dominante se convierta en algo sin
sentido en el futuro que nos aguarda.
(*) General de Artillería en la Reserva y Diplomado de Estado Mayor español
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